Idealizaciones

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Existe un cipayismo reconocible, de larga data. Básicamente se asienta en el desmerecimiento de lo propio y la admiración de lo ajeno.

Personas que habitan este gran país suponen desenvolverse en un lugar menor; en simultáneo, exaltan zonas que idealizan y sobre las cuales descargan todas las virtudes.

Esto sucede a izquierda y derecha. Para algunos los países serios son aquellos que configuran el eje económico del continente europeo. Suelen añadir, como exponente de la modernidad, a los omnipresentes Estados Unidos.

Para otros, las naciones que se desprendieron de ese eje configuran el modelo deseado y envidiado. Cuba, Venezuela, Rusia o China, según la mirada, congregan los méritos indudables que merecen emulación.

Aunque pueda sentarnos mejor el segundo grupo, es preciso indicar que ambas consideraciones están teñidas de auto devaluación y, sobre todo, de menoscabo a luchas, logros, rasgos de nuestro pueblo.

Porque lo que todo cipayo deja traslucir –a veces brutalmente, otras con sutileza- es que las cosas se hacen bien en otras regiones y mal por estas playas. O no somos lo suficientemente liberales, o no asumimos con energía un vibrante socialismo. Detalle más, detalle menos.

Un ejemplo: en tantos sectores es posible escuchar que nuestros esquemas de educación y salud pública, nuestro sindicalismo y nuestras organizaciones sociales, son inadecuados, burocratizados, corrompibles, vetustos, atrasados.

Es preciso apuntar entonces que en muchos de los países señalados, como en tantos a lo largo y a lo ancho del planeta, no existe educación pública ni mucho menos salud pública. En otros, no hay movimiento obrero organizado alguno. En varios, el lugar de las organizaciones de contención social es relevado por maras y entidades delictivas.

La Argentina quizás no sea el mejor país del mundo, pero su creación, el peronismo, con su articulación de Comunidad Organizada y su orgullosa Tercera Posición, ha originado esos espacios. Aún en tramos resistentes, los mismos operan como amenaza latente para un esquema de poder que se ha desenvuelto sin trabas sobre pueblos que aceptan con languidez la dominación.

Si cabe, es pertinente evocar nuestra imagen reflejada en el espejo rival: eso mismo, sólo que con caracterizaciones negativas, han señalado Winston Churchill y Condoleeza Rice. Las declaraciones de uno y otro evidencian un interregno de cuatro décadas.

Esa persistencia habla de su inteligencia, pero sobre todo de nuestros aciertos.

Sin embargo, el eje de este artículo es el cierre que nace a continuación.

De modo subyacente, el cipayismo que mira hacia el exterior ha estado acompañado por otro que enfoca sus binoculares al pasado. Es de cuño propio, contiene un puñado de aciertos, pero es una deformación equivalente.

Se trata del planteo formulado por quienes en cada tramo se muestran contrarios a los senderos presentes del movimiento nacional. Su frase predilecta: “Esto no es peronismo”.

En un comienzo, cuando el big bang recién se desplegaba, decían “esto no es nacionalismo”. Así cooperaron, en nombre de la ética y la Patria, contra el primer peronismo y cumplieron un rol breve –claro- pero significativo en la concreción del golpe liberal de 1955.

Don Arturo Jauretche los caracterizó limpiamente. Son unos boludos, les dijo: los liberales van a usarlos y les van a dar una patada en el culo cuando no los necesiten.

Pese al acercamiento de tantas capas medias, se expresaron en dirección confluyente durante el primer lustro de los ‘70. Retomaron –los herederos- esa caracterización para el kirchnerismo inicial; y enfatizaron como nunca la idea durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

En el preciso momento en que se desarrollaban los acontecimientos, la calificación esgrimida sobre el accionar del movimiento nacional era negativa. Eso sí, luego se efectuaban revisiones que servían para impulsar de nuevo el concepto.

Ahora, van por Alberto Fernández y su gestión. Se los escucha de modo continuo.

Y no nos referimos a las críticas y polémicas razonables que se deslizan dentro del movimiento con afán constructivo. Estas observaciones enriquecen y tensionan. Hablamos de las definiciones tajantes que colocan a todos fuera del peronismo.

El mismo, entonces, sería representado por un doctrinarismo ideologizado que asume, minoritaria y estrictamente, la carnadura peronista. A eso llamamos cipayismo histórico.

Así como tantos creen que el ideal está afuera, otros piensan que el mismo radica en el ayer.

Los errores de cada tramo, los desencuentros y confrontaciones internas, las agachadas y las dificultades que integraron cada uno de esos magníficos períodos señalados, no integran el análisis. Se presenta el pasado peronista ideal como una imagen cristalizada, pura.

Para ese decir no hubo liberales puertas adentro, no se registraron corruptelas ni sectarismos, no existieron concesiones al capital externo ni negociación alguna con espacios oligárquicos o pro imperiales. Nada. Todos los problemas se asientan, según ese parecer, en la decadencia del presente.

Están golpeando sobre los caminos que va construyendo el pueblo argentino. Sinuosos, con malezas, irregulares, confusos, dinámicos, contradictorios. Golpean sobre el peronismo, pretendiendo reivindicarlo. Se sienten seducidos, y abandonados.

Hace un par de años, mate de por medio, un compañero afirmó: “Los sindicatos se reunieron con Cristina. Se viene la unidad”. Eso pasó, claro, y derivó en el Frente de Todos. Semanas después, el compañero se acercó y dijo: “Che, pero se está negociando con este, y con aquél, ¡son todos traidores!”.

Aquel amigo pedía la unidad, pero con los que pensaban igual. Cuando se abrieron las compuertas y el peronismo, en todas sus variantes, hizo su ingreso, se escandalizó. “Este” y “aquél” llegaban con sus vicios y sus propuestas, con sus toma y daca, y sus aspiraciones sectoriales. Con sus bombos y sus cantos, con sus buenas y sus malas.

El peronismo, este mar bullente que nunca se queda quieto, que sorprende a propios y extraños, pervive más de siete décadas después de aquél génesis. Cuando puede, pone de pie al país y resuelve los problemas generados por la oligarquía en el gobierno.

Eso sí, tiene una maldición y no es la de ser “el hecho maldito del país burgués”. Jamás parece dar la medida; siempre tiene que estar ofreciendo explicaciones.

Nos remite al tango… “Nunca faltan encontrones, cuando un pobre se divierte”.